La plaza es el virus. Una imagen y algunas consideraciones

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María José Rosado
Católicas por el Derecho a Decidir- Brasil

 

Comienzo invocando una imagen: el Papa, solitario, dando una bendición, delante de una inmensa plaza vacía. Mucho se habla de la figura del Papa. A mí me impresionó el vacío de aquella inmensa y emblemática plaza. Y me parece un símbolo elocuente de que nos puede hacer algo infinitamente más pequeños que aquel espacio. Nadie lo ve, a no ser con las lupas de un microscopio. Es tan poderoso, no obstante, capaz de parar el mundo. Pero el mundo es muy grande y muy lejano. Sabemos que el mundo paró porque también nuestra vida, de repente…se detuvo como si se suspendiera en el aire. Estamos todas y todos perplej@s. La incertidumbre nos invade de forma atroz. Y la vida parece vaciarse como la plaza, incluso, de sentido: ¿Quiénes somos? ¿Qué será de nosotros? ¿Sobreviviremos? Lo cotidiano que nos gobierna con un espacio y tiempo bien definidos se desvanece en el aire. Nuestro ritmo pasa a ser on-line. Todo pasa por redes sociales, por los proveedores de internet. No existe nada más bajo nuestro control, como en el pasado. ¿Cómo en el pasado? (Deberías poner un emoji sorprendido y pensativo aquí para mantenerte al día con los nuevos tiempos). Como ayer, ¡¿antes del virus?! No obstante, parece tan lejano en el tiempo, pues todo ha cambiado. Ya no nos abrazamos. Nuestras reuniones son virtuales. Incluso, el sexo tiene una «guía para tener relaciones sexuales de forma segura». Nada más tiene la realidad de la materia que se toca, que huele, que encarna, con gusto y sabor. Quién sabe, es para recordarnos esta nueva realidad de relaciones que el virus arrastra, desde el principio, el gusto y los aromas. La vida es diferente. ¿Sabremos vivirla? Se ha escrito mucho sobre los efectos futuros de la pandemia. ¿Cómo será el mundo pospandemia? Y los análisis van desde una perspectiva positiva ─un mundo trabajado por valores feministas, como considera la antropóloga brasileña Débora Diniz─ a la posibilidad de que el capitalismo ultraliberal gane esta batalla contra un horizonte social de solidaridad y justicia, en el análisis de la periodista Eliane Brum. Esperemos…

La pandemia no es democrática. No llega a todas ni a todos de la misma forma. Son los cuerpos de las poblaciones marginadas, en muchos sentidos, sobre los que recaerá la mayor carga de los impactos de la pandemia (…) Pienso en travestis, transexuales, población gitana, indígena, negra y en las mujeres de estos grupos.

Sin embargo, además de estas consideraciones iniciales, me pregunto por las diversas formas en que el COVID llega a la sociedad. Y la respuesta no puede ser otra, sino el reconocimiento de la profunda desigualdad social que el virus pone en evidencia. Escribo protegida por mi estatus de mujer blanca, empleo y salario asegurados, refugiada en un lugar alejado de la furia del virus, un privilegio. Esta no es una imagen de la cual pueda decirse que represente al país. Al contrario, raza/ etnia, clase y género dan forma a la pandemia, nada democrática. El lugar de gran parte de las mujeres brasileñas es  de un confinamiento que las arroja con mayor fuerza en la violencia del «hogar dulce hogar», con la amarga experiencia de tener la casa como un espacio peligroso y violento. E, incluso, cuando no es así, la división sexual del trabajo coloca sobre la población femenina, si no todo el peso, la mayor parte del cuidado de “la casa” y la vida cotidiana, con sus innumerables súplicas. La responsabilidad del mundo privado, de “Quedarse en casa”, en el que se acumulan el trabajo profesional y doméstico, recae con más fuerza que en tiempos habituales: escuela en casa (educación hogareña), entretenimiento de los niños, limpieza, comida, trabajo en casa… Y para un gran número de mujeres, “quedarse en casa” trae miedo, muchas veces terror, por la intensificación de la violencia doméstica, que alcanza tasas de crecimiento impresionantes durante la pandemia. En todas las clases sociales, en todos los colores. Pero incluso así, violencia moldeada por la situación de pobreza que potencia la violencia por lo exiguo del espacio de las casas en las que “quedarse en casa” significa quedarse en la choza, en la maloca, donde hasta el aire es poco para tanta gente. Moldeada aun por el color de la piel que es el color de la pobreza, en nuestro país, ocurre como en tantos otros. Cuando las religiones promueven el «dulce calor del hogar» como antídoto contra el individualismo moderno, no piensan en estas mujeres menos en su realidad.

Si la pandemia nos trae de manera cruda e irrefutable la brecha abismal que separa a pobres y ricos, negr@s y blanc@s y también mujeres y hombres, evidencia, por otro lado, la fuerza del biopoder y de la biopolítica que, ejercida sobre los cuerpos, expone la realidad del proyecto capitalista necrófilo. Desiguales son las condiciones en las que son tratados los cuerpos. El mandato patriarcal capitalista hace distinguir los cuerpos que se cuidan y los cuerpos que se dejan morir. ¿Qué cuerpos le importan al capital? Lo que está en juego es el control, el dominio sobre la muerte y, por lo  tanto, sobre la vida. Hay vidas que importan y otras que son prescindibles, como tan bien nos recuerda Judith Butler.

De hecho, la pandemia no es democrática. No llega a todas ni a todos de la misma forma. Son los cuerpos de las poblaciones marginadas, en muchos sentidos, sobre los que recaerá la mayor carga de los impactos de la pandemia. Pienso en la inmensa mayoría de los que constituyen los grupos más vulnerables de la sociedad; pienso en la inmensa pobreza de nuestros países latinoamericanos y caribeños. Pienso en travestis, transexuales, población gitana, indígena, negra y en las  mujeres de estos grupos. Los niveles de abstracción en los que se construyen los ideales de justicia social no nos permiten ver a las personas en la materialidad concreta de sus vidas, de sus cuerpos, en la materialidad del lugar que ocupan en la sociedad e impiden su realización.

Vuelvo, finalmente, a la imagen de la plaza vacía. Y recupero la imagen que abandoné al inicio: Un líder religioso reza, bajo una fina y triste lluvia, por el mundo inmerso en una pandemia. Lanza su bendición al espacio abierto, lo cual permite que ella alcance no solo a su pueblo, sino a todos los rincones de la tierra. La bendición no cura, pero consuela. En tiempos de crisis, de intenso sufrimiento e desamparo, las religiones pueden, sin promesas ilusorias de curas imposibles, presentarse como el lugar donde se deposita el dolor de la pérdida que no se puede llorar, del duelo que no es posible vivir, de la absoluta incertidumbre sobre el futuro. Esa es la realidad común a todos, sin distinción. ¿Y quién sabe, en este horizonte compartido de angustia, pueda brotar la difícil esperanza de un mundo verdaderamente solidario y justo? ¡¿Por qué no?!